EL CINE DE 1926

Velocidad, revolución, fantasía. aventuras y miradas inolvidables. Un siglo después, estas joyas cinematográficas mantienen intacta su frescura

- POR Daniel de Partearroyo

¡Ay, mi madre! Sam Taylor

Algo en las películas de Harold Lloyd te termina ganando. Sus acrobacias no son tan sofisticadas como las de Keaton y el sentimien-to se le vuelve cursi con más facilidad que a Chaplin, pero puede que, precisamente por eso, el hombre de las gafas conquiste las al-turas desde su posición menos favorecida; nada gusta más en una comedia que el triunfo del supuesto perdedor. Incluso si es un an-tipático multimillonario que, por acercarse a la chica que le gusta (Jobyna Ralston, en su cénit de dulzura), se involucra en una or-ganización caritativa y acaba confraternizando con los excluidos del barrio. Su punto álgido son dos secuencias impensables para alguien que no se tomara en serio adaptar la realidad a la lógica cartoon: la persecución progresivamente multitudinaria y el acci-dentado traslado a la boda de los padrinos borrachos. Cómo no va a desarmarnos.

Fausto

F. W. Murnau

Quizás solo un puñado de películas estén a la altura del ideal del cine como un arte autónomo que, a su vez, es unión de todos los demás. No hay duda de que esta es una. Murnau reinterpreta el mito de Fausto desde la literatura de Marlowe y Goethe, el teatro ex-presionista de Max Reinhardt, la metamorfosis en-diablada de Emil Jannings, las maquetas y efectos vi-suales más asombrosos. decía Rohmer de esta catedral gótica de expresividad barroca que parece edificada con magia negra, pero es la despedida de Alemania, en la cúspide de su arte, de uno de los pocos cineastas totales que han existido.

La locura del charlestón

Ernst Lubitsch