Guardianes de las tradiciones

Es una isla turística, sí, de playas hasta la bandera y fiestas nocturnas. Pero Mallorca también es una isla que sigue preservando gran parte de su autenticidad. En muchos pueblos insulares, la voluntad y tenacidad de unas cuantas familias ha conseguido que perduren artesanías traídas de Oriente u oficios introducidos por los fenicios

 

- Texto Kris Ubach. Fotos Ricardo de la Riva

A PESAR DE HALLARSE en pleno Mediterráneo, hubo un tiempo en que la mayor de las baleares era un lugar, hasta cierto punto, remoto. Hasta que en 1837 empezara a circular la primera línea regular de barco entre Barcelona y Palma –un recorrido que con suerte implicaba 18 horas– los viajeros no tenían más remedio que embarcarse durante casi dos días si querían pisar tierras mallorquinas. Lo contaba Georges Sand, la controvertida escritora de viajes y amante del compositor Chopin, en el relato de los 95 días que ambos pasaron en una celda de la cartuja de Valldemosa en 1838. En su crónica Un invierno en Mallorca, Sand describía, en una narración no exenta de ofensas a los nativos, cuán rural, plácida y aislada le parecía Mallorca.

Han pasado casi 180 años desde la visita de aquellos primeros viajeros forasteros, entre los que también se contaron Ruben Darío, Santiago Rusiñol o Miguel de Unamuno, y aparentemente poco queda de aquella “isla de la calma” que tanto inspiró a poetas y pintores. El cambio llegó de la mano del boom del turismo en los años sesenta y setenta, el del Mallorca, island of everlasting spring que vemos en los carteles promocionales de la época, el de la proliferación de hoteles a pie de arena y el de las líneas aéreas regulares entre Palma y Fráncfort, Berlín o Düsseldorf.