Querida YoKo

- Por Mónica Isabel Pérez

Lo que más le gustaba de tocar el piano no tenía que ver con el instru-mento en sí mismo. Es decir, al presionar las te-clas blanquinegras, con cautela, lo que buscaba no era ejecutar una pieza a la perfección, tampoco (aunque en el fondo le hubiera gustado hacerlo) deseaba impresionar a sus padres, maestros o a nadie, porque de hecho no conocía a mucha gente a la que pudiera intimidar. Lo que le gustaba del instrumento era sentirlo como un refugio y un reto. Así que cada día lo que la pequeña Yoko procuraba era traducir en “notas humanas” los cantos de los pájaros que trinaban en la ventana. Por desgracia, la emoción de su búsqueda se disipaba pronto. De una niña solitaria como ella, sería fácil creer que la ausencia de escuchas influía en su desánimo, pero en este caso ocurría justo lo contrario: era la esporádica presencia de su público lo que le afectaba. “No sirves para tocar”, le dijo su padre más de una vez, “además, tienes las manos demasiado pequeñas para hacerlo”.