Un fotógrafo que se sumergió en algunos de los ambientes más turbulentos de África encuentra consuelo al pescar en las exuberantes tierras altas de Kenia.
Es la última luz en el valle y el sonido de la corriente de agua ahoga todos los demás. Camino por la orilla del río con mi perro Mosi, cuya incapacidad para oír por encima del ruido de la cascada lo pone nervioso. A pesar de su tamaño impresionante, trota con timidez junto a mis talones. En apariencia, nos dirigimos a pescar, pero en realidad nos movemos por el impulso de naturalistas que murieron hace tiempo –John Burroughs, John Muir y Loren Eiseley– y de mis padres, Norman y Paula, quienes aún viven pero residen lejos de este valle keniano. “Pasea por el bosque –advierten sus voces–, a lo largo del banco de un río donde, en el final azulado del día, podrías encontrar ritmos que te eluden. Ahí, entre los peces,las flores y las fuerzas que los vinculan, podrías hacer las paces con tu mente preocupada”.
En 2013 comencé a aventurarme por las tierras altas de Kenia central con la esperanza de que sus ríos ejercieran sobre mí su poder transformador y suavizaran mis conflictos. Jamás estuve libre de estrés emocional, pero mis años de trabajar como fotoperiodista en algunos de los ambientes más problemáticos de África me dejaron conflictos adicionales. Con el tiempo se volvió difícil diferenciar los que bramaron desde mi interior de los que presencié con mi lente. De forma gradual se entrelazaron y tuve una sensación expansiva de tensión e incomodidad en el corazón.
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Agosto 2019