Aretha Franklin

- Por Carlos Jesús González

Hay varios métodos para medir la envergadura del talento de Aretha Franklin. Uno sería el habitual, consistente en dirigirse hacia el equipo de reproducción musical que suela utilizarse, elegir alguna de sus canciones o, mejor, un disco completo, apagar las luces y dejar que los vibratos de su prodigiosa voz ocupen el aire con la misma sutileza con la que la nieve invade una montaña.

Ahora que, si el uso de un sólo sentido no basta –o no es del todo confiable–, siempre existe la opción de asomarse a YouTube para mirar algunos de sus videos e interpretaciones en vivo. Por lo general ninguno de ellos tiene desperdicio y, además, funcionan como testimonio de que, aunque en ocasiones se piense –o se sienta lo contrario–, la señora Franklin no venía de otro planeta ni mucho menos de un paraíso colmado de ángeles de timbres prístinos. Ella fue, hasta su lamentable muerte –en el pasado mes de agosto– tan normal como el cajero de banco que cuenta nuestros billetes o tan humana como la señora del puesto de quesadillas que cada mañana nos da los buenos días.

Ahora, si se desea dar un paso más allá, se recomienda no tanto el depositar la atención en lo obvio, es decir, en el desempeño que la reina del