FRENTE A AGUAS BRAVAS

Dos piragüistas aprendieron de la peor desconocidas, forma que, en aguas más vale ser prudentes

- Nathan Munn

ESTABA EN MI ESCRITORIO en una torre de oficinas cuando sonó el teléfono. Era un mensaje de Angus, mi mejor amigo desde la infancia. Aceptaba el plan de una excursión en canoa cerca de Ottawa, en Canadá, nuestra ciudad natal.

“Tengo una canoa nueva”, escribió.

“¿Cuándo llegas?”

Respondí que saldría temprano de trabajar y cogería el autobús esa tarde de julio de 2017. Solo sería un día, unas mini vacaciones que parecían muy emocionantes tras muchos meses en casa con Cornelia, mi mujer, cuidando a nuestra hija de dos años.

Había pasado un año desde que nos habíamos visto, pero durante años fuimos inseparables: de niños, luego de adolescentes y hasta los 20 fuimos más hermanos que amigos. Aunque nos habíamos visto poco en los últimos años (vivíamos en ciudades diferentes y estábamos centrados en nuestras familias), siempre lo sentí cercano.

Angus me esperaba en el aparcamiento de la vieja estación de autobuses de Ottawa cuando bajé del autobús bajo el sol candente. Nos abrazamos y subimos a su enorme furgoneta azul, con punk rock a todo volumen sonando en la radio.

Charlamos mientras conducía. Sentía una mezcla de comodidad y aprensión de cuando conoces a alguien desde hace más de 30 años: comodidad al conocer a la persona mejor de lo que te conoces a ti mismo en ciertos aspectos, aprensión al no saber si todavía tienes algo en común. Pero en minutos charlábamos como siempre.