SER EL OLOIBONI SUPREMO SIGNIFICA SENTAR SE ENTRE LOS MUNDOS.
Desde su hogar en la región de Loita, Kenia, Mokompo ole Simel, el Oloiboni Kitok, ha aconsejando a la comunidad masái como líder espiritual durante tres décadas. Descendiente de una larga línea de este tipo de jefes, promueve la vigilancia contra las amenazas sobre el bosque tropical de montaña, primordial de esta zona, e insta a las personas a vivir en armonía con la naturaleza.
KEVIN OUMA, CINEMATIC KENYA
EN FECHAS RECIENTES, me aventuré en una travesía hacia el interior del Serengueti. No era el que imaginarías, el de las postales de sabanas de pastos amarillentos con unas cuantas acacias de copa plana por aquí y por allá.
En lugar de eso viajé a Loita, una parte de este gran ecosistema que no aparece en los itinerarios comunes; se podría decir que es un Serengueti oculto que incluye una exuberante vida silvestre de montaña a más de 2 000 metros sobre el nivel del mar. Se encuentra a unos 250 kilómetros por carretera al suroeste de Nairobi y se eleva sobre la famosa Reserva Nacional Masái Mara, pero es un lugar que desconoce la mayoría de quienes visitan Kenia.
Mi plan era llegar hasta el corazón de esta fortaleza verde, a un lugar que se conoce en lengua maa como Entim e Naimina Enkiyio, o el bosque de la niña perdida. Es un recoveco de 300 kilómetros cuadrados de selva lluviosa virgen, una tierra prácticamente escondida a simple vista. Una vez allí, tenía la esperanza de que se me concediera una audiencia con el hombre que protege este reino.
Primero debes saber que yo vivo en Nairobi, a un mundo de distancia de Loita. Es una metrópoli de casi cinco millones de habitantes. Zumba y resuena como uno de los innovadores tecnológicos de África, el núcleo de lo que hoy se conoce como Silicon Savanna. Es uno de los concentradores de transporte más concurridos con vuelos desde y hacia cuatro continentes. Un sitio de rascacielos resplandecientes que ocupan empresas de todo el mundo. Las oficinas centrales de la ONU para África están aquí, al igual que un gran número de medios de comunicación internacionales que transmiten sin cesar las historias de todo el continente. Soportamos embotellamientos y nos preocupa el impacto local del calentamiento global.
En Nairobi me sentía claustrofóbica y la oportunidad de viajar a Loita me llegó como una bendición. Pero, para ser sincera, no solo buscaba un alivio de la ciudad, también era la ocasión de experimentar el mundo desde una perspectiva fresca, ancestral y atemporal.
EL HOMBRE que esperaba encontrar era un líder masái de nombre Mokompo ole Simel, conocido como el Oloi boni Kitok. Hace siglos, desde que migraron del valle del Nilo con su ganado y se establecieron en África Oriental, incluida la zona que llamaron Siringet (lugar donde la tierra se alarga al infinito), los masáis han sido guiados por hombres con el título de oloiboni, descendientes de un clan dotado con capacidades temporales y espirituales, y provisto con entrenamientos en prácticas de sanación naturales y sobrenaturales.
Ser el Oloiboni Kitok, el oloiboni de mayor rango, significa sentarse entre los mundos como mediador, profeta y vidente; como intercesor y sanador; como liturgista cultural y estratega político, y como un guardián de las buenas relaciones entre la humanidad y la naturaleza. Hace más de 30 años, Mokompo ole Simel recibió de su padre el manto vitalicio de Oloiboni Supremo y se convirtió en el XII Oloiboni Kitok dentro del linaje de su clan.
Es difícil describir el alcance real de su influencia. Es el líder espiritual de más de un millón de masáis que viven en Kenia y Tanzania. Lo buscan para recibir su bendición y consejo en asuntos grandes y pequeños, desde el ganado perdido de una familia hasta planes de conservación mayores para Loita. Pero no solo los masáis lo buscan. Políticos de otros países han venido por su bendición, consejos y ayuda para ganarse el favor de sus votantes.
Sin embargo, no es fácil verlo. Debe ser presentado, que es la manera en la que llegué a conocer al amigo de un amigo llamado Mores Loolpapit, un doctor y profesional en salud pública, un oloiboni no practicante y casualmente el sobrino del Oloiboni Kitok.
Así es como, un mediodía de mayo, me senté en una alfombra de pastos verdes y suaves adornada con pequeñas flores púrpuras y amarillas sobre un gigantesco árbol oreteti.
Mores me trajo aquí en un viaje de ocho horas a través de caminos de terracería que ascendían hacia una sabana montañosa: la puerta de entrada a Loita. Aquí está su hogar, un grupo de construcciones de paredes de adobe con techos de teja y corrales de animales. Este es el sitio donde el Oloiboni Kitok preside y donde esperaba pedir permiso para visitar Loita y entrevistarme con él.
Yo era una entre unas dos docenas de visitantes. Todos fuimos recibidos como casi peregrinos. A nadie se nos trató como a un extraño.
La tradición dicta que ningún visitante llegue con las manos vacías, por lo que llevamos algunos bienes domésticos –harina, especias, libros para colorear y plumas– para ofrecer a las esposas e hijos del oloiboni. Yo incluí cuatro preciosas plántulas de café como un tributo personal. Esperamos unas dos horas.
Finalmente, el hombre apareció. Un coro de voces le dieron la bienvenida y los emisarios reunidos se abalanzaron hacia adelante. Su becerro consentido corrió hacia él, las cabras balaron y un quinteto de jirafas se paseaba a la distancia.
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