HAY UN MOMENTO en la vida que se puede situar en la infancia. Sucede cuando la mente y el corazón de una persona se sintonizan con aquellas cosas que le importarán el resto de su vida. Steven Spielberg vivió ese momento en su casa, cuando su madre tocaba al piano música clásica y su padre colocaba en el tocadiscos el musical de Broadway Amor sin barreras (West Side Story) estrenado en 1957, con música de Leonard Bernstein y letras de Stephen Sondheim.
Spielberg recuerda que, cuando era niño, memorizó las canciones de la obra. Temas como “Tonight”, “María”, “Something’s Coming”, “I feel pretty”, “Somewhere” y “America”, con ritmos que iban desde el jazz, hasta el vals, pasando por las baladas, la ópera, la rumba y el cha-cha-cha.
“Mis padres me criaron oyendo música. Siempre he utilizado la música como una especie de ‘hacedor de paz’. Es una manera de coincidir y de hablar con la gente. Recuerdo que cuando conocí a una chica en la preparatoria, le puse algo de música, antes de presumirle que hacía películas en Super 8… con la música siempre me puedo dar cuenta si voy a poder tener una relación con esa persona o no”.
Nadie podrá decir que al acercarse al cine de Spielberg no ha estado ante un momento musical. Su segundo filme, que le dio fama mundial, Tiburón (1975), iniciaba con los frenéticos acordes de violín anunciando el peligro del escualo bajo la bañista desnuda en pleno mar, impulsados por el compositor John Williams. Después vino Encuentros cercanos del tercer tipo (1977), donde la música era la manera de comunicarse entre la humanidad y una raza de benévolos alienígenas. “La música es el lenguaje ideal entre personas que no están de acuerdo entre sí, que no tienen nada en común y que normalmente tienen miedo y desconfianzas de la cultura, raza, género u origen de la etnia a la que pertenece el otro”, explica Spielberg.
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