A mediados de los años setenta, el papá de Marta Duque la mandó del hogar familiar en Pamplona, una ciudad pequeña en el extremo este de Colombia, a Caracas, para trabajar como empleada doméstica en casa de una familia venezolana. Su padre había conocido a los futuros patrones cuando tomaron el taxi que conducía y, por casualidad, mencionaron estar buscando a una chica para trabajar en su domicilio. El papá de Marta les respondió que conocía a la candidata perfecta: Marta, una de sus 14 hijos. En ese entonces, con tan sólo 12 años de edad.
En aquella época, Colombia era un país extremamente pobre, sacudido por la violencia, y Venezuela vivía un boom económico que atraía miles de trabajadores de toda la región. Sin embargo, para Marta, sus años en la capital venezolana serían tumultuosos. La familia en cuyo apartamento laboraba, día y noche, viajaba frecuentemente pero cuando estaban fuera, la mantenían encerrada en casa y amenazaban con entregarla a la policía si intentaba huir. A los 16 años, Marta daría a luz al prime ro de sus dos hijos. En sus más de 12 años en Venezuela, nunca llegaría a estudiar u obtener un trabajo formal debido a que era indocumentada.
De vuelta a su ciudad natal en Colombia, desde hace casi 30 años, Marta ahora abre las puertas de su casa a mujeres venezolanas en situaciones todavía más precarias que la suya de entonces. Ha transformado primero su cochera y luego la modesta casa que comparte con su esposo y su hijo adulto en un albergue informal para las llamadas “caminantes” –refugiadas y migrantes venezolanas que huyen, a pie, del hambre, la inseguridad generalizada, la inflación galopante y la represión política que reinan en el país vecino.
Cada noche desde hace casi tres años, docenas de mujeres, niños y bebés apiñan su vivienda, que ha sido vaciada de muebles para hacer lugar a las literas y colchoncitos de espuma en los que duermen. Normalmente son entre setenta y cien personas por noche, aunque no hay límite estricto, pues Marta tiene como política no dejar a ninguna mujer ni niño en la calle. (Ella alberga tan sólo a mujeres y pequeños, mientras su vecino de al lado, Douglas Cabeza, ha abierto su propiedad a los hombres).
DE IZQUIERDA A DERECHA. Marta Duque rodeada de alguno de sus inquilinos a quienes trata como su propia familia. Un joven con el equipaje necesario en su viaje. Carmen Cercelén posa en el comedor de su hogar, mismo donde alimenta a refugiados.
“Cuando llegan, las mamitas están muy estresadas, los niños llorando y todos cansadísimos y con hambre”, cuenta Marta, que ahora tiene 56 años. “Verlos reír cuando se les sirve un alimento, verlos dormir tranquilos, saber que pueden tomar un baño y cambiarse de ropa, todas estas cosas le llenan a una mucho el espíritu”, comparte.
CON LA REGLA de no dejar a alguien en la calle ni prohibir su entrada al refugio, Marta recibe de 70 a 100 personas por noche en su albergue.
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