Asturias

En el Museo del Prado de Madrid cuelga en su es- plendor la obra maestra tardía de Diego Veláz- quez, Las meninas, una de las cumbres del arte occidental. Lo pintó en 1656, cuando tenía 57 años, cuatro antes de su muerte. Es una obra enigmática; de hecho, misteriosa.

- JOHN BANVILLE

En el centro de la composición está la infanta Margarita Teresa, de cinco años, rodeada de sus dos da- mas de honor (las meninas), dos enanos y, por supuesto, un perro. Se podría decir que se trata de un retra- to familiar, excepto que los padres de la princesa, Felipe IV y Mariana de Austria, apenas están presentes, como reflejos tenues en un pequeño espejo nublado en la pared del fondo de la habitación.

La figura más llamativa es el pro- pio pintor, paleta y pincel en mano, asomado a la izquierda del lienzo so- bre el que está trabajando, y mirán- donos a nosotros, los espectadores, con una expresión de tranquila segu- ridad en sí mismo. Llama la atención el contraste de presentación entre los miembros de la realeza, apenas visi- bles, y la figura amenazante del co- merciante al que han contratado para pintar el retrato de su hija. En aque- llos días, un pintor real era considera- do como un sirviente doméstico, jun- to con el mayordomo, el mozo de caballos y el lacayo, y era tratado en consecuencia.

En su vida laboral, Velázquez pasó tres estancias en España, la última, desde 1650 hasta su muerte en 1660, a instancias del rey Felipe, que no solo comprendía y apreciaba su tra- bajo, sino que también era su amigo. Velázquez llevaba mucho tiempo de- cidido a elevar el estatus del artista en general, y de sí mismo en particular. En ese sentido, su presencia domi- nante en Las meninas, en contraste con la pareja real diminutamente re- flejada, muestra lo bien que lo logró. Esta es la apoteosis del pintor y, por extensión, de todos los pintores.