UN DÍA SOÑÉ QUE TENÍA UN ESPEJO MÁGICO

Soñé que me colocaba ante él para verme tal como era cincuenta años atrás. El azogue se volvía turbio; al aclararse, aparecía un pibón que no habría cumplido los veinte, sólido y vital, un punto desamparado, cabello abundante, castaño con destellos rubios, grandes y limpios ojos azules llenos de ilusiones.

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Tardaba algo en reconocerle, en reconocerme; él (o sea yo) también tardaba en reconocerme a mí. Sus ojos, fijos en los míos, anunciaban un atisbo de lenta comprensión; su mirada se hundía en la mía hasta lo más hondo. Me sentía incómodo, daba dos pasos atrás; en los rasgos del mozo frente a mí se esbozaba una expresión de vaga tristeza, de insinuada decepción; endurecida poco a poco, daba paso a una hostilidad fría. En mí nacía el desconcierto, teñido de una imprecisa culpabilidad, seguido de unas irresistibles ganas de salir corriendo; aunque no podía moverme. Mi reflejo juvenil me escrutaba con tal agudeza que me penetraba hasta el alma.

Soñé que lanzaba con todas mis fuerzas el tarro de crema antiarrugas, o quizás el asco de loción capilar, contra el maldito espejo mágico. Antes de quebrarse el cristal en mil pedazos, aquella imagen, mi imagen, me gritaba algo. No escuchaba ningún sonido, ni el de los vidrios rotos. Pero había leído muy nítidamente en mis labios mozos las terribles palabras, envueltas por una escalofriante mezcla de rabia y desprecio:

«Traidor, ¿qué has hecho de mis ilusiones?».

Nunca terminé de entender por qué, al despertar, encontré hecho trizas el espejo del cuarto de baño.

LO QUE LA TRAMONTANA SE LLEVÓ